martes, 24 de marzo de 2020

Las cuarentenas de Leo

Leo vio la noticia en el teléfono y le escribió a su jefe. Había varios casos de neumonía por un virus desconocido en una ciudad llamada Wuhan, en el centro de China. Nadie había muerto, pero Leo propuso seguir la historia. Le inquietaba que se propagara un virus nuevo por un país de casi 1.400 millones de personas. Faltaban tres semanas para el año nuevo chino, la festividad que provoca el mayor movimiento migratorio del mundo anualmente. El jefe respondió que esperarían; acordaron monitorear la información desde la oficina donde trabajaban en Pekín.

Leonardo Ramírez y los expatriados occidentales en China celebraban la llegada de 2020. La Comisión Municipal de Salud de Wuhan informó, el 31 de diciembre de 2019, que había 27 casos de neumonía viral; siete de ellos eran graves. Wuhan es la capital de la provincia de Hubei y la ciudad más poblada del centro de China, con 11 millones de habitantes.

El comunicado decía que “muchos de los casos de neumonía recibidos estaban relacionados con el mercado de mariscos del sur de China en Wuhan”. Suponían que allí se había iniciado el contagio. Los pacientes tenían fiebre, dificultad para respirar, y algunas radiografías de tórax mostraban lesiones en los pulmones. Hasta el momento no se había encontrado “ninguna transmisión obvia de persona a persona y ninguna infección del personal médico”. Trabajaban para identificar el patógeno, que podía ser un virus de influenza o parainfluenza, un citomegalovirus, adenovirus o rinovirus. La última familia de virus listada en ese recuento fue la del coronavirus.

Los virus son agentes infecciosos que se reproducen dentro de las células de otros organismos. Entre los agentes infecciosos que pueden enfermar a una persona, como las bacterias, protozoarios o parásitos, los virus son los más primitivos.

Leo se mudó a Pekín en mayo de 2018, para coordinar el equipo de televisión en China y Mongolia de la Agencia France-Presse. Comenzó a trabajar en la AFP ocho años antes, en la oficina de Caracas, primero como fotógrafo y luego como videógrafo.

Descubrió que le gustaba tomar fotos a los diecinueve años, gracias a un curso de fotografía analógica que le regaló su papá en el taller de Roberto Mata. Estudiaba Sociología en la Universidad Católica Andrés Bello sin mucho entusiasmo. De las opciones que había, era la carrera que menos le disgustaba.

Leo se sentía perdido. Acababan de diagnosticarle Alzheimer a su abuela Yolanda. Después de haber vivido con ella toda la vida, no podía imaginar que iba a olvidarlo. Mientras le hacía fotos a Yolanda cuando se extraviaba en su habitación, el abuelo José se interponía para protegerla de la cámara. A pesar de las peleas con José, Leo descubrió que era más fácil sobrellevar la tristeza escondido tras el visor.

Seguir a la abuela cada día se convirtió en un proyecto de fotografía documental. José protestaba y Leo entendía. Debía responsabilizarse por su presencia en momentos dolorosos, por insistir en fotografiarlos. Con su intransigencia andina, José lo sacaba y Leo encontraba la forma de volver. Cuando recordaba que sus intenciones eran buenas, se sentía fuerte. Aprendió a hablar y a callar según convenía. El día que enterraron a Yolanda, siete años después del diagnóstico de Alzheimer, José se paró frente a la tumba abierta con una flor en la mano. “¿Y no vas a tomar una foto de esto?”. Leo sacó la cámara y José lanzó la flor sobre la urna.

Su segundo proyecto de documentalismo surgió por azar. Un activista tenía una organización para ayudar a antiguos reos a reinsertarse en la sociedad. Invitó a Leo a fotografiar un concierto de salsa cristiana en la cárcel de El Rodeo, a 52 kilómetros de Caracas. Los custodios de la cárcel no solían revisar los bolsos de las mujeres, así que Leo pasó la cámara dentro de la cartera de una cristiana. Le sellaron el brazo y le dieron un número. Cuando entró a la cárcel, lo envolvió un olor a mierda, orina rancia y sangre seca. No podía discriminar, apestaba a todo junto.

Primero visitaron al pran en su habitación. Había una pecera grande, una mesa de vidrio con muchos perfumes, una cama matrimonial y aire acondicionado. Bendecidos con el permiso para deambular por la prisión, salieron al pasillo y se encontraron con unos muchachos peleando a cuchillo. Leo miraba a su alrededor con prudencia para no desafiar a nadie, y divisó a un grupo de presos agachados en una esquina. Vendían caramelos y tenían las bocas cosidas. Un pastor se acercó a ellos y Leo se fue detrás. Se habían cosido las comisuras de los labios, un código carcelario que los libraba de que los mataran. Comían y hablaban a través del espacio que les quedaba libre en el centro de la boca. Los llamaban los anegados. Leo preguntó si podía fotografiarlos y se negaron.

—¿Para qué quieres hacernos fotos? —preguntó el líder del grupo.

—Para mostrar esto. Mucha gente afuera no tiene idea de que ustedes se cosen la boca —respondió Leo.

—Si quieres tomar la foto, bien. Pero tiene que ser de lejos para que no se me reconozca la cara —le dijo el preso.

—De lejos no me sirve.

Entonces Leo encontró el ángulo.

—¿Qué te parece si más bien hago un retrato de tu boca? ¿Puedo hacerte una foto de prueba?

Leo sacó la cámara y se acercó mucho al preso que hablaba. Hizo la foto y le mostró la pantalla. Cuando vio que solo aparecían sus labios, el hilo y los bigotes, el hombre aceptó. Posaron cuatro anegados más. Consciente de que tenía un material valioso, Leo se preguntó cómo saldría de la cárcel sin que le borraran la tarjeta de memoria. Rodeado por presos, pastores y anegados, sacó la tarjeta y la metió en una suela rota de uno de los Converse que calzaba ese día. El resto de la jornada caminó de lado, como si tuviera un calambre, sin pisar completo en el rincón que alojaba las imágenes. ->>Vea más...

FUENTE: Valentina Oropeza - Prodavinci

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